(Sucedió en el barrio de san Lucas, Huamantla)
El paso de los años no han podido borrar el recuerdo de un suceso conmovedor que acaeció en las postrimerías del siglo próximo pasado, y que por varios vecinos del lugar es relatado en esta forma. Había a unos cuantos metros de distancia del templo de aquel barrio de San Lucas, una humilde choza que era habitada por una bella muchacha llamada Lucia, quien había perdido a sus padres, en su orfandad, para poder subsistir se dedicaba a hacer algunas costuras y a cuidar algún número de gallinas, agregando a estas actividades diarias del cuidado de un solar en que un galante muchacho vecino suyo y que respondía al nombre de Manuel, le ayudaba a sembrar maíz y posteriormente en forma gentil llevaba a cabo todas las labores que requería el cultivo de la milpa. Pasando el tiempo aquellos jóvenes llegaron a enamorarse mutuamente hasta el grado de haber concertado el proyecto de un día cercano unir sus vidas por medio de los sagrados lazos del matrimonio.
Pero la desventurada acechaba a esa feliz pareja; pues un día Manuel súbitamente enfermo, y ante la imposibilidad de recobrar la salud, y en medio del dolor de su prometida Lucia, murió dejando a ella con un inmenso hueco en la triste soledad de su alma. En medio del dolor de los vecinos de aquel barrio y la angustia de Lucia, el cadáver de Manuel fue sepultado en el atrio de aquel templo, y su sepulcro supo de la humedad de muchas lágrimas y de la frescura de abundantes flores. En la noche que siguió al día del sepelio se rezó un rosario de réquiem en la casa del finado a donde asistieron dolientes y amigos, incluso Lucia quien no podía ocultar su dolor.
Habiendo transcurrido su dolor aproximadamente tres años de aquel día del entierro de Manuel, cuando Lucia se arriesgó a empezar a relatar a sus vecinos lo que en aquellos días amargos le aconteció, y esto fue así: estafando ella dormida después de haber asistido al rosario rezado en sufragio del alma de su prometido; cuando en su solitaria y sencilla alcoba oyó una voz misteriosa que le hablaba… Lucia, mujer idolatrada, ¡no me temas! Soy yo Manuel quien te ha querido tanto; te ruego ya no me llores; y quiero pedirte un favor que tengas la valentía suficiente para ir por la noche de mañana a mi sepulcro. Allí cavaras mi fosa nuevamente, abrirás mi ataúd, y sacaras de él mi cadáver, cerraras otra vez mi ataúd para cubrirlo nuevamente con tierra hasta formar con esta la figura de mi sepulcro; después de esto yo tratare de no hacerme pesado para que tú puedas cargar con mi cadáver el que te ruego traslades hasta el solar en que yo te ayudaba a cultivar las milpas, y allí a poca hondura, y sin más nada, me cubrirás con tierra, y en esta forma aun deseo serte útil una vez más.
Pero… ¿Qué cosa seria lo que se perseguía al haber cumplido con aquellos designios? ¿Acaso el alma del finado, dado el inmenso amor que le había profesado a Lucia, aun deseaba rondar muy cerca de ella? Alguien así lo llego a creer; pero las más gentes coincidían en que el muerto queriendo ser útil aun a su amada, quiso con sus putrefactos restos fertilizar aquella agotada tierra, y que en esta forma ayudar una vez más a Lucia, ya que él consideraba imposible ayudarle de otra manera, y a este juicio popular se le dio crédito cuando en los años subsiguientes, no obstante las labores deficientes efectuadas en aquel solar se pudieron notar abundantes cosechas; y muchos hasta llegaron a asegurar que las larvas nacidas en el putrefacto cadáver de Manuel, al sufrir su metamorfosis convirtiéndose en bellas y múltiples mariposas que con sus velos hermoseaban el pequeño jardín de Lucia.
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